martes, 8 de febrero de 2011

El largo sendero hacia la muerte

Hola hijos míos

Les comparto un cuento que hice para la clase de narrativa espero les guste.
Atentamente
Su Altísima Serenísima el Emperador Marco Antonio Hernández Hernández de la República Constitucional del Querétaro


El largo sendero hacia la muerte
Corría el año de 1847 en una jungla del sur de México tan espesa y frondosa que el sol apenas lograba filtrarse por entre las hojas, los riachuelos corrían libres entre la tierra y las aves armonizaban los alrededores con su dulce canto. Ese de seguro era un lindo escenario de no ser ofuscado por el  olor a pólvora y el color de la sangre.
Los americanos recién habían tomado Veracruz y Santa Anna con la mayoría del ejército  estaban más preocupados por defender la capital de las fuerzas invasoras que venían por el norte que por recuperar la ciudad.  Los pocos soldados y civiles que lograron escapar de la carnicería en el puerto se internaron dentro de las engañosas selvas del sur, forzados a marchar heridos, hambrientos y con la moral por los suelos.
Entre la banda se encontraba un joven soldado de nombre Joaquín Álvarez cuyos rasgos indicaban una clara descendencia indígena.  No era muy alto ni fuerte, pero guardaba fielmente en su corazón el ideal de defender a su país de fuerzas notablemente superiores, un ideal que le dejó su padre qué luchó junto a hombres como Morelos y Guerrero.
El grupo de soldados había optado por tácticas de guerrilla contra los destacamentos enviados a destruirlos. Los pocos hombres que quedaban en calidad de efectivos para el combate usaban la cobertura de la selva para emboscar y dar muerte a las patrullas norteamericanas que no tenían conocimiento del terreno. Joaquín se encontraba entre los tiradores y era muy bueno manejando las armas para dar pronta muerte a los enemigos.
Sin embargo la situación no pintaba nada bien. Los heridos aumentaban cada día y tanto la munición como los suministros médicos comenzaban a agotarse a un ritmo alarmante. Además, aunque la jungla les había brindado protección y asilo, el clima sembraba la enfermedad entre los hombres y hacía que las heridas empeoraran e incluso brindaran una lenta y dolorosa muerte a quien las presentara.
Pasaron meses en esta situación hasta que un día uno de los exploradores llegó con noticias alarmantes al campamento. Al parecer, un destacamento enemigo especializado en tácticas de guerrilla y rastreo iba en camino para revelar la posición del grupo y acabar con ellos de una buena vez. Y en caso de que el plan fallase, el presidente americano había concedido un regimiento entero de unidades de artillería para bombardear incansablemente la selva en caso de ser necesario y obligar a los soldados a salir.
El coronel mandó un mensajero a toda prisa con una carta para Santa Anna solicitando refuerzos para que pudieran ser rescatados. Un grupo de reconocimiento fue organizado para encontrarse con los nuevos enemigos  y retrasarlos con el fin de que los civiles y los heridos pudieran escapar. El grupo habría de partir con la cubierta de la noche y la guía de la luna y ninguno de los integrantes esperaba ver la luz del día por venir.
El joven Álvarez se había ofrecido como voluntario para la misión. Minutos antes de la partida, Joaquín se encontraba haciendo anotaciones en su diario y preparando su ser para la acción venidera. Sabía que había posibilidades de que nunca volviera a ver a su madre y a sus hermanos tal como les había prometido antes de partir a la guerra. Su mente plagaba de recuerdos y promesas y de las imágenes de sus seres queridos.
 No muy lejos, se encontraba un hombre sentado cuyo uniforme andrajoso y sucio indicaban el rango de teniente. Estaba falto de un brazo el cual seguramente le había sido amputado por una herida de batalla, a juzgar por los rastros de sangre que todavía eran visibles. El hombre no quitaba la vista de encima a Joaquín, sabía que tenía miedo y que se encontraba nervioso. Finalmente le dijo que no tuviera miedo, que la muerte nos llega a todos tarde o temprano y que su causa era justa y le permitiría a los heridos y a los civiles escapar. El hombre desenvolvió de una cobija un mosquete norteamericano de gran calidad y se lo obsequió a Joaquín junto con todos los cartuchos que tenía. Le dijo que era un fusil más efectivo y preciso que los que portaban el ejército mexicano y que había pertenecido a un oficial que cayó en Veracruz. Le dijo la manera efectiva de apuntar el arma, que debía tomar su tiempo, sentir el momento preciso, y sobre todo, nunca dudar.
Poco recuerda Joaquín de lo que pasó antes de encontrase tirado en medio de la selva medio consciente y con la cabeza dándole vueltas. La operación había sido un fracaso. Los rastreadores americanos habían descubierto la posición de los soldados mexicanos y habían montado una emboscada mucho antes de que éstos pudieran hacer algo. Las hojas del follaje se tiñeron de sangre y el olor a pólvora y muerte plagaba el aire nocturno. Joaquín logró matar a muchos americanos gracias al rifle que el teniente le había obsequiado y a sus consejos. Pero al final los americanos lograron imponerse y muchos mexicanos fueron hechos prisioneros o simplemente masacrados.
 Tirado, confundido y aturdido, Joaquín sintió que ese era su final y de nuevo perdió el conocimiento repentinamente. Pocas horas después despertó en una pequeña cueva alumbrada por una fogata. A su lado se encontraba el teniente quien lo había rescatado de la carnicería que se desataba en la selva. El teniente informó que había avistado una caravana de suministros que acompañaba a los americanos. Un buen disparo haría que los polvorines estallaran retrasando así el avance de las tropas y matando a unas cuantas en el proceso. Joaquín sabía perfectamente que no había absolutamente nada que detuviera a los americanos y que los civiles y heridos no tenían oportunidad de escapar. Con unas últimas anotaciones en su diario, Joaquín y el teniente decidieron intentar sabotear el avance de las fuerzas enemigas.
Al caer la noche del siguiente día, el par se internó en el follaje tratando de rastrear y localizar a los americanos. No llevaban iluminación alguna y avanzaban tan rápido como les era posible. El más mínimo sonido los delataría y entonces sería su muerte. Pasaron agobiantes horas de caminata y sigilo hasta que por fin divisaron la columna enemiga. La carreta de suministros estaba en la retaguardia y estaba muy bien defendida además de que los polvorines estaban bastante ocultos. Sólo un disparo bien calculado y preciso lograría el efecto deseado.  Joaquín tomó su fusil, el tiempo se detuvo a su alrededor, sólo había una oportunidad. Poco sabía él que otros soldados mexicanos sobrevivientes efectuarían un ataque ese mismo instante.
 El asalto arruinó la oportunidad de Joaquín y puso a los americanos en alerta. La artillería empezó a disparar sin piedad contra los desesperados mexicanos y de nuevo la noche se vistió de rojo. El joven soldado intentó desesperadamente buscar otra oportunidad pero un impacto de cañón derribó un árbol que cayó destrozando su pierna derecha. El dolor era casi insoportable pero su propósito era mayor que eso. Su rifle estaba fuera de su alcance  y sabía que no iba a sobrevivir este episodio. En una violenta decisión, tomó su machete y se liberó de la pierna que lo detenía. Arrastrándose y casi desprendido de su vida, tomó su rifle. El tiempo se detuvo a su alrededor. Apuntó y tiró del gatillo.
Pocos meses después la bandera americana ondeaba sobre el palacio de gobierno. La ciudad de México había sido capturada y el ejército de Santa Anna derrotado. Miles murieron de una forma en la que muchos hubieran evitado o no hubieran preferido. Una nación joven humillada y destrozada por un enemigo muy superior. Y entre la multitud caminaba un hombre viejo. Sus ropas andrajosas y sucias indicando un rango de teniente. Faltante de un brazo y sosteniendo en el otro un diario que alguna vez perteneció a un joven valiente en las selvas del sur. 

por Marco Antonio Hernández Hernández

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